New.York, N.Y. 2001.

Se marchó para echar todo de menos y mentirse. Allá armó un altar de inmigrante, latinoamericano; colombiano para ser precisos, en las muchas habitaciones de paso y en las de su corazón. Corría el año 2001 y había decidido irse a vivir y a trabajar a Nueva York antes de comenzar a estudiar en la universidad en Bogotá. Se había ido a vivir por ahí por Elmhurst al lado de la estación de gasolina de la 53 Avenida, el barrio del condado de Queens, porque le quedaba cerca a la Avenida Roosevelt plagada de colombianos, de restaurantes colombianos, de música latina, de gente del mismo sitio y los mismos códigos de donde él venía. Había muchos otros barrios con la renta más barata y más cerca del trabajo de repartidor de periódicos que había conseguido, pero ninguno tenía el aguardiente Doble anís ni Néctar, ni las golosinas Chocorramo, Bom bom bun, ni la harina amarilla que sí era buena para las arepas ni los periódicos ni los libros del periodismo hispanoamericano que todavía quería leerse antes de entrar a estudiar literatura o cine cuando regresara a Colombia. Se decía que esto de vivir lejos de los suyos era para acabar de coger mundo, ser cosmopolita y probarle a los suyos que podía valerse por sí mismo y volver con su propia plata hasta para echarles una mano. 

Arecio Bermudez echaba de menos todo. Eso creía. Para eso se había largado. Para valorar y añorar: los tamales de su abuela con guiso de tomate encebollado y huevo duro, los pericos de sangre (La sopa de sangre de vaca hervida con cebolla larga y cabezona), la quebrada La Cascajosa de donde sacó peces y guasarapos para criarlos en un acuario hasta que se los botaron; Pablo Silva, el campesino compañero de cacería de borugos de su abuelo, su abuelo derrochador (Que se ganó dos secos de la lotería y sale en los Guiness records), adicto al Tramal 100 ml y a todos los barbitúricos y analgésicos y a todos los juegos de azar (King, Tute, Carrusel, dado, treces de quinientos, doble seis), la casa de la bisabuela materna que le puso el apodo a Arecio: El Canelo. Los amigos entrañables que le habían enseñado a pelear a mano limpia y a cuchillo porque eran los jodidos hijos de los matarifes del barrio La pesa. El viaje al Chocó, ahí en Cabo Tiburón, los viajes a Cartagena de Indias, el primero de los amores, la alegría en las fotos con su padre que se había llevado a N.Y. La abuela Inés Salazar muriéndose cada día de diabetes y perdiendo la vista, mientras con astucia y a pesar de todo, lo echaba para su casa diciéndole la gran mentira de que era mejor que se fuera, porque el cielo se estaba toldando, para que no fuera a mojarse, ahora que había botado el paraguas. Pero en realidad era que no se lo aguantaba toda una tarde completa y tampoco quería que le cogieran el pulso de ser su niñera, como le tocaba a muchas abuelas. La tía Consuelo cruzando el Río Magdalena como si nada con Arecio, aguantando la fuerza del agua con un cuerpo rígido y la confianza del que conoce las mañas del agua. Consuelo la de la anécdota de la última vez que mi abuelo le pegó a un hijo, por verse con el muchacho que le tenían prohibido. La misma tía que golpeada en sus piernas y espalda por un rejo de cuero se encerró en su cuarto y le gritó desde adentro al abuelo: viejo hijueputa, por qué me pega si usted no es mi papá. Pregúntele a mi mamá y verá. Solo por joderlo, porque eran idénticos y la rabia y el amor por el padre le hacían decirle esto tan feo para darle en los huevos de manera figurada y en el honor del hombre que le había dado siete hermanos bien abejas y alentados. La tía Yanibe, ¿quién le pone así a un hijo para que lo jodieran por siempre? Ya, ni, ve, pero con B. La nana Margarita, Chela, definiendo en un gesto de ningún lenguaje de señas de ningún lado o idioma los rasgos de personalidad, el caminado y los defectos físicos de los demás familiares de mi rama materna con una mímica sagaz. El Callejón del Temel, el librero Célico  Gómez Moncada del futuro, la librería Central de Publicaciones, de la que salieron sus libros, los de Arecio, cuando ésta quebró y después él nació para heredarlos.

    En ese altar del inmigrante ponía un lobo de madera de comino, la bandera roja y amarillo de Bogotá y otra de Colombia a la que se le suma el azul, como manteles sobrepuestos, una foto de Bolívar, el libertador, la masa para las arepas, la foto de la alineación reciente de la selección Colombia de fútbol, Lucho Herrera, la palma de cera zurcida en forma de cruz y presta para ser quemada un poco y espantar los peores aguaceros y nevadas. Don Guillermo Bacares, el psiquiatra y Gabriela, Pilar y Omar sus hijos. Omar, el primo que enviaron a Irak dizque a defender la democracia, la civilización occidental y otro montón de carretas. Cuchi Barrera, El Conde, que el abuelo Pablo Emilio sacaba de la cárcel con plata porque peleaba para defender a los débiles o para no dejarse hacer injusticias. Un barco amarillo que se rompe contra el Río Magdalena que huele a pescado, bebidas y barro, y las excreciones de 40 millones de compatriotas. La soda Pony Malta y las galletas Ducales fueron las expresiones de afecto mínimas de la bisabuela María Rosa Urriago. Parece, desaparece, es decir, perece. Para acudir a ella, la bisabuela, incluso ahora, siempre estuvo, está y estará acercándose un sol suave que arde y brilla con cuidado y dulzura para orientar los pasos futuros con aforismos que se dicen desde la era nonagenaria en la que refranes y experiencia han sido probados. Tenía que ser el nieto del librero roto, es decir, en bancarrota, para comenzar a perder la vida exterior por otra vida interna llena de letras y palabras de personas desaparecidas que forjaron una vocación difícil y contraria. Hay un amplio salón donde su alma no cabe en absoluto para ir a esa vieja casa donde lo criaron sus padres, abuelos y libertarios. Es feroz. Es feroz olvidar. Porque él era todo esto que había dejado para irse a aventurar por la costa Este de Estados Unidos. Hoy piensa que no era Colombia, era el amor y todo también. Pero en realidad se había largado para superar un desamor por una pintora y porque sus padres no le iban a pagar ni aceptar ninguna alcahuetería de carrera universitaria como cine o literatura así fuera en la Universidad Nacional. Las semillas de ojo de buey, el guairuro, la mistela, el pan de las Chacón, los atardeceres, los paseos de olla. Todo eso era una mezcla del gran embuste con que no se decidía a ser un nostálgico mixto de una muchacha y un país. Lo primero era penoso, lo otro también, pero los amaba.


Whashintong. D.C. 2001


El 11 de septiembre de 2001, después de recoger a los hijos de su amigo Germán Amortegui, iba por la autopista I – 395, Henry G. Shirley Memorial, cuando al costado derecho, arriba en las montañas, vieron todos una explosión que no amenazaba los inmensos pinos ni sus integridades humanas, a menos que la distracción continuara y chocaran el automóvil. Sin saberlo, iba a presenciar un momento clave de la historia mundial reciente, sin protagonizarlo, pero con la suficiencia de aquellos a quienes no les podrán contar nada nuevo de lo que vivieron.

    En el edificio Lennox, donde vivía con Amortegui, la conmoción por el incendio de un ala de las instalaciones estatales y militares del Pentágono justo enfrente, perturbaba la vida más allá de lo sufrible. Algunas personas del común y periodistas registraban con cámaras el hecho desde el anden del Lennox, otros encontraban en la calle, dentro de sus casas, en todo lado, pequeños restos de la explosión; algunos corrían a refugiarse no sé dónde, otros huían lejos de sus casas por temor a nuevos hechos violentos cerca de donde ya había ocurrido uno. Todos veían hechos realidad los peores temores paranoicos y la posibilidad de perecer en medio de una conflagración mundial azuzada por personas e ideas distantes en kilómetros y en visión de mundo.

    La dirección del edificio es 401 con Calle 12, Arlington, Virginia. Estados Unidos. Código Postal 22202. No la sabía de memoria, la tenía escrita en la licencia de conducción. Ahora, fue bien raro eso de ver repetido por televisión lo mismo que veía por la ventana: el edificio Lennox intacto y el Pentágono en frente ardiendo y la gente tirándose el pelo. Era irreal. En la noche, partió hacia otra ciudad sin la compañía de los Amortegui, siguiendo las noticas en la radio, con la ilusión de estar en un lugar más seguro. Todos los espacios en los estados colindantes con Washington D.C. estaban militarizados y todos eran maniáticos autorizados. Era imposible llamar por teléfono o escribir un correo electrónico, todas la comunicaciones estaban saturadas. El estado de las cosas era abrumador. Mientras viva, va a recordar esa llama en el cielo vista desde la autopista y la guerra injustificada en Irak porque nunca encontraron armas de destrucción masiva. Así como nunca se encontraría con la pintora de nuevo. A Colombia, al amor y todo vivido lo iba a atesorar, de ahora en adelante, en su memoria, en su corazón. Así que tiro al mismísimo diablo el altar del inmigrante: ese montón de fetiche estúpido en que no estaban las experiencias ni las personas.