Por Juan Pablo Plata

Nací en la cálida penumbra de Garzón, Huila, el 22 de octubre, bajo el techo de zinc de una casa en la vereda La Esperanza, donde el aroma del café recién molido se mezclaba con el canto de los gallos y el susurro del río Magdalena a lo lejos. Mi infancia transcurrió entre los cuentos de mi tía abuela, doña Cleotilde, una mujer de ojos como obsidianas que narraba historias de ánimas y duendes con tal fervor que parecía convocarlos. Fue ella quien me enseñó a escuchar el silencio, ese que precede a lo imposible. En la década de 1990, cuando los vientos de la modernidad apenas rozaban las veredas, fui testigo de algo que aún me hiela la sangre, un suceso que los viejos del pueblo murmuran con temor y los jóvenes descartan como leyenda. Pero yo estuve allí, en el matrimonio que nunca ocurrió, aunque todos lo vivimos.  

Era el año 1994, y en la vereda La Soledad, a las afueras de Garzón, se celebraba la boda de Lucía Bermúdez y Anselmo Vargas. Lucía, de una belleza que parecía robada a las flores del campo, era hija de don Efraín, un cafetero de manos curtidas y corazón generoso. Anselmo, en cambio, había llegado de Neiva, con un aire citadino y una guitarra que hacía suspirar a las muchachas. La fiesta prometía ser memorable: mesas rebosantes de lechona, tamales y aguardiente, guirnaldas de flores silvestres colgando de los árboles, y una banda de salsa, Los Hijos del Trópico, traída desde Cali para encender la noche.  

La celebración comenzó al atardecer, con el sol tiñendo de oro los cafetales. Los novios, radiantes, cortaron un pastel de tres pisos mientras los invitados brindaban y reían. La banda tocó hasta la medianoche, y los cuerpos se mecían al ritmo de “Cali Pachanguero” bajo un cielo estrellado. Yo, apenas un muchacho de catorce años, ayudaba a mi tío Ruperto a servir el licor, corriendo entre las mesas con una bandeja que temblaba en mis manos. Recuerdo el calor, las risas, el roce de los vestidos, el olor a tierra húmeda. Todo era perfecto, hasta que no lo fue.  

Nadie notó cuándo cambió el aire. Nadie vio el instante en que la noche se tragó la fiesta. Pero al amanecer, cuando el primer rayo de sol tocó la vereda, el mundo se deshizo como un sueño. Desperté en la misma silla donde me había quedado dormido, con la bandeja aún en las manos, pero algo estaba mal. Las mesas estaban impecables, las bandejas de comida intactas, los vasos llenos de aguardiente como si nadie los hubiera tocado. El pastel, que yo mismo vi desmoronarse en porciones la noche anterior, estaba entero, con su crema brillando bajo la luz del alba. Los novios no estaban. Nadie estaba.  

Corrí a la casa de don Efraín, pero la encontré vacía, las camas hechas, el fogón frío. En la plaza de la vereda, los músicos de Los Hijos del Trópico descargaban sus instrumentos del camión, como si acabaran de llegar. “Muchacho, ¿pa’ dónde es la fiesta?”, me preguntó el trompetista, un hombre de bigote espeso y mirada confusa. Intenté explicarles que ya habían tocado, que la noche anterior habían hecho retumbar la vereda, pero me miraron como si estuviera loco. “Nosotros llegamos ahora de Cali, mijo. ¿De qué hablas?”.  

El pánico me apretó el pecho. Regresé al lugar de la fiesta, y allí estaban los vecinos, apareciendo uno a uno, con rostros desconcertados. Doña Cleotilde, que juraba haber bailado hasta el amanecer, miraba las mesas intactas y se persignaba. Don Efraín, con los ojos vidriosos, repetía que Lucía y Anselmo habían desaparecido. Algunos decían que era brujería; otros, que un castigo divino. Pero nadie podía explicar por qué la comida no se había tocado, por qué la bebida no se había derramado, por qué la banda insistía en que no había estado allí.  

Los días pasaron, y la vereda La Soledad se hundió en un silencio opresivo. Nunca se encontró rastro de los novios. Algunos aseguraban haber visto sombras danzando en los cafetales al anochecer, o escuchar el eco de una salsa que nadie tocaba. Doña Cleotilde, antes de morir, me confesó su teoría: “Esa noche, mijo, algo nos robó el tiempo. Nos dejó atrapados en un instante que no existe”.  

Hoy, años después, vivo en Bogotá, donde el ruido de la ciudad ahoga los recuerdos. Pero cada vez que huelo café o escucho una trompeta, siento un frío que no explica la ciencia. Escribo esto como quien purga un demonio, con la esperanza de que las palabras me liberen del Mal de La Soledad, esa enfermedad que me hace dudar de mi propia memoria. Porque, aunque lo viví, aunque lo sentí, a veces pienso que esa noche nunca ocurrió. Y eso, más que nada, es lo que me aterra.