Dedicado a Vilém Vok y Antonio Tabucchi.


Dicen que las personas honorables y piadosas de las ciudades pequeñas en Portugal, carecen, casi siempre, de la fama que pueden llegar a alcanzar, incluso con permanencia después de su muerte, los forajidos, los criminales, los músicos y los actores, los toreros y las putas locales que hacen felices a muchos con miles de fornicios alegres y simulados. En esencia, desde hace tiempo, los que se ganan la vida con los oficios más impúdicos, según la moral de turno, dejan huella en la memoria de sus contemporáneos por encima de los bondadosos, los trabajadores y probos. Decimos esto para contar que los habitantes de más de ochenta años del pueblo de Jonar, le hicieron saber a Tongoy Froje, a su regreso a la ciudad por una días, que si bien habían pasado varias décadas desde su partida, las cosas seguían igual y que no lo habían olvidado. Su nombre seguía de boca en boca y su vejez, su pelo corto encanecido, su cara sin bigote y su desaliño, no habían evitado que lo reconocieran al cabo de tantos lustros.


Estuvo Tongoy una semana en Jonar recorriendo los pasos de sus años de adolescencia. Era muy normal que no fuera a Sintra, el pueblo de su infancia. Una mañana de marzo de los años en que Oliveira Salazar todavía estaba en el poder, él había visto y oído a medias, desde la sala de estar, a un borracho que había ido al estanco de su padrastro a empeñar una viola por cualquier botella de cualquier trago, que a la postre nunca recuperó porque se suicidó, según recordaba. Al día siguiente, el muchacho que alguna vez fue Tongoy, le pidió a su madre el instrumento y lo obtuvo, porque con su padrastro no hubiera conseguido nada. Se odiaban y odiarían mucho más con el paso de los años. El pedido a su madre no había sido causado por un capricho, sino que era obra del empuje misterioso del destino para darle sus más tristes años.


Ahora estaba en el lugar donde había quedado su casa, el estanco y donde había ensayado sus primeras canciones aprendidas en una escuela de música local donde le enseñaron fados antiguos con su viola acompañados por guitarra, pero sin bajo ni percusión, como se hace hoy en día. Al cabo seis años de tener la viola, recordaba, comenzó a dar serenatas pagas y a respaldar gratis las arengas y los encuentros clandestinos contra la dictadura, con canciones amorosas que no hablaban del final de la opresión ni de la libertad, sino de amores difíciles, inconclusos, crímenes pasionales, en suma, todo el melodrama posible de los seres humanos que habitaban ese borde occidental de la península ibérica. Con los años fue entendiendo más el sentido de los versos y los modificó para que fueran la segunda voz de la protesta contra la opresión de Salazar. No era que cantara durante las marchas o lo mítines; su espectáculo ocurría en la celebración de la nada, cuando ya se habían acabado los disturbios y la confrontación entre los marchantes y la fuerza pública o las reuniones clandestinas y era requerido por los líderes del movimiento para ir a sus casas o al bar de un hotel en un barrio de mala muerte, a cantar para unos pocos y ayudarles en la evasión etílica con canciones amorosas o de protesta social, compuestas por él, pero sobre todo, por otros compañeros en el país. Las palabras compañero, causa, ideal, valores revolucionarios, el sistema, entre otras, lo eran todo por entonces.


Ya había pasado seis días Tongoy en la ciudad, tocado por el desprecio invisible de sus contemporáneos de hace años, quienes hacían que no le vendieran comida, ni tragos ni nada, por haber sido un rojo, un compañero de la causa, además de músico. Su estancia en la ciudad estuvo contrariada por la necesidad de ir a las tiendas de abastos y bodegas comerciales donde no conocían su pasado, casi a las afueras de la ciudad, donde descargaban los camiones de dos y tres chasises las mercancías alimenticias para ser almacenadas, tasadas y después distribuidas por la ciudad. Ese ir y venir desde la casa destartalada a las afueras de la ciudad en su carro, bajo el sopor del verano, lo irritaba, lo desarmaba, lo cansaba mucho y le recordaba quién era él para los desdichados viejos del pueblo.


El día antes de partir, recibió en su casa, muy temprano en la mañana, la única visita. Era un ex compañero de la causa comunista llamado Omar Febres da Quinta, quien fue a entregarle su primera viola. Omar no llegó con ella, pero le pidió permiso y fue y abrió un cuarto chico en la mita del único zaguán de esa casa, llena ahora de polvo, casi sin enseres, plagada por hormigas y maleza en todas partes. Era un espacio inhabitable para cualquiera. Tongoy lo seguía detrás. Lo vio montar una silla encima de una mesa y subirse después en ella para correr dos paneles del cielorraso. Del techo falso bajó Febres un estuche negro con broches plateados con el instrumento dentro. Por la falta de luz y aire, Tongoy abrió con violencia y sin demora las ventanas del cuarto. Después abrió el estuche y extrajo una viola sin cuerdas pero entera y sin más daños. La tomó entre sus manos como si fuera a tocarla o arrullarla y miró por las ventana por donde ya crecía un color pardo que no era el amarillo del plasma constante de las doce horas del que sería su penúltimo día en Jonar. Viéndolo bien, no era eso, sino la lucha entre las partículas del polvo reposado de muchos años y el albor que no acababa de hacerse en ese cuarto ni en el resto de la ciudad. Cuando se disipó el polvo, vio el marco y el alfeizar de las ventanas cobrar un color verde en la medida en que la luz se hacía. Volvió la mirada a Febres, quien entendía y sabía todo, cerró sus ojos y recordó el día en que su padrastro regresó temprano de un viaje y lo encontró desnudo con su madre abrazada a sus muslos, mientras él tocaba una canción apenas aprendida y miraba afuera por las ventanas verdes y tristes.


Tongoy había saltado por una de esas ventas, no sabía cual, rumbo al exilió, dejando la viola y la estela de una mala fama azuzada por su padrastro. El siempre sería un rojo –pero no un incestuoso, pues no le interesaba a su padrastro difundir esto- y un músico de cantina. Una fama que a pesar del paso del tiempo aún pervivía entre los desdichados octogenarios salazaristas de la ciudad. Siempre había estado desconsolado después de la fuga, pero sin poder dar color a su dolor en su cabeza, ahora era claro, su pena era de ventanas verdes (Verdes ventanas tristes).