Viviendo entre las nubes (Cuento). Por Reinaldo Antonio Suárez Zapata. - Colina Revista

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Viviendo entre las nubes (Cuento). Por Reinaldo Antonio Suárez Zapata.



Por Reinaldo Antonio Suárez Zapata. Seudónimo: Cuchuco de Maíz.

Vereda Boitá. Sesquilé. Cundinamarca. Colombia.

Ganador del Concurso de Cuentos Sesquileños de Don Fraile…Jon. 2023.

Mis amigos de la escuela me decían que vivimos entre las nubes y en algo tienen razón, nuestro camino es mucho más largo porque vivimos mucho más arriba, por ese camino de piedra y trocha bordeado de denso follaje, líquenes y rocas cubiertas por musgo, los helechos los dejamos atrás muy abajo para ir notando como cambia la temperatura y la vegetación, habitamos una casa hecha en gruesas paredes de adobe y que colinda con altos frailejones, tenemos cerca un nacedero que más abajo se vuelve una quebrada, los amaneceres siempre cubren con una capa blanca el horizonte bajo nosotros, a veces la niebla cubre todo sin dejar ver nada, muy temprano salimos con mi hermano a ordeñar vacas, alimentar al perro, los cerdos, las gallinas y llevar de la huerta el manojo de yerbas que mamá siempre pide para la sopa, tomillo, laurel, apio, cilantro y orégano, previamente cocina pata de res unas horas, desde que hace de esos leños y el chamizo un vigoroso fuego, los tubérculos picados a la olla, el viaje de agua llevado con mucho esfuerzo con ese hermano mellizo del cual no me separo, nacimos del mismo vientre y seguidos el uno del otro, pero no nos parecemos en nada, él es gordo, blanco y de cachetes colorados, yo soy moreno, bajito y de nariz aguileña, me llaman “Cuchuco” por ser menudito, papá nos bautizó, él es Rómulo y yo Remo; Remo José Rodríguez Chautá, después del desayuno, íbamos a la escuela, caminábamos bastante con los vecinos de abajo, también hermanos, Aurelio y Augusto, éramos niños vivaces, nos poníamos apodos, nos hacíamos bromas, pescábamos truchas y guapuchas en el valle, junto al río Siecha, a veces el viaje era con Canela, la yegua de mi padre y traía cosas de abajo que por acá no se daban, eran bellos tiempos, los domingos bajábamos a Sesquilé, comía caramelos y me gustaba tirar piedras desde el puente de la quebrada El Cajón viendo como bajaba el agua con fuerza, más abajo se unía con el río y ahí amarraban a todas la bestias de carga, a la sombra, los viejos decidieron ir a vivir lo más alto que podían primero porque era la tierra que dejó el abuelo y porque en el pueblo y sus alrededores hubo una epidemia de sarampión, peligrosa por entonces y que desplazó a aquellos que bien podían salvarse, cuando ya estuvo controlada decidieron quedarse y criarnos, ya más grandecitos tuvimos que apoyar en muchas tareas a mamá y papá, hilar la lana con mamá, llevar leña con mi hermano, en las noches contábamos las estrellas y como no sabíamos contar más allá de 100 perdíamos la cuenta, de vez en cuando veíamos al oso más arriba, allá donde el frío nos devuelve, cuando despeja el sol es muy intenso y quema la piel.

Al pasar los años ya muchachos, trabajábamos al jornal en la hacienda grande del valle, la propiedad del “viejo Mula”, las cocineras de la hacienda rumoreaban que el viejo Torres Torres era hijo de primos, se reían y luego se santiguaban, parecía que el matrimonio entre familiares era común en ellos para evitar el mestizaje en su prole, eso redujo con los años lo que fue una numerosa familia, decían que por eso el viejo no podía tener hijos y apenas se le conocía un pariente, un obispo de la capital, como siempre tuve una afinidad con los caballos era el ayudante del encargado de las caballerizas.

Un día fuimos los cuatro inseparables a la quebrada, era invierno estaba crecida, nos desafiábamos mutuamente a lanzarnos al agua y nadar de regreso, era una época en la cual nos retábamos a cualquier cosa, a beber chicha hasta caer, a domar caballos briosos, incluso hasta nos fijamos en la misma muchacha, pero aquella vez Aurelio no salió, era el último en lanzarse y el que menos tenía ganas, su cuerpo quedó sumergido un buen rato hasta que el cauce lo sacó de cabeza, golpeándolo al llegar al poso de más abajo, aquella tarde lo llevamos en silencio hasta el pueblo, ya que nada más se podía hacer, no fui a su entierro, desde aquel día nuestra relación cambió, mi hermano Rómulo y Augusto se fueron al cuartel, yo me quedé ayudando a los viejos. Nos enteramos que el viejo Mula compró a muy buen precio la finca de los vecinos, una familia liberal, ellos se veían contentos con su tierra, no supimos por qué vendieron, luego nos llegó la misma oferta pero la nuestra no estaba en venta, el nacedero de agua pura era perfecto para irrigar aquel terreno que colindaba a las faldas del alto que habitábamos, ya todos querían sembrar grandes cultivos de papa incluso hasta el páramo pero papá sabía lo que necesitábamos para las duras épocas secas, como la que tendríamos.

Un verano muy fuerte entró, los animales bebían a grandes sorbos de la fuente entre las rocas y se refugiaban en la sombra, las praderas se amarillaron, los cultivos perdieron fuerza, a la vez que algunos bosques se prendían en llamas, parece que el espíritu de la gente se calentaba, las discusiones por política se volvieron cada vez más violentas, a nosotros que nunca hablamos sobre el tema nos llamaron liberales porque nunca nos veían en misa, ya iba entendiendo un poco más cuando una mañana, la cerca que nos separaba de la tierra del hacendado se corrió “misteriosamente” unos metros dejando el nacedero de agua de su lado, no sirvió reclamo alguno ya que se codeaba con el gobernador y el alcalde, eso en el momento que había ya varios muertos en rencillas, el pueblo se había vuelto peligroso por discusiones de otros en la capital, para completar, mi hermano estuvo en la cuadrilla que mandaron al alto para resguardar la nueva propiedad del viejo Mula, un enorme cultivo de papa bien regado, nosotros nos mudamos al valle cerca al río en una casa pequeña y humilde, la rabia me hizo decirle unas cuantas cosas al viejo pero me costó una golpiza, escapé casi de milagro y tuve que irme del pueblo.

En adelante me costó viajar con las penas y miedos, penas por el hermano y los amigos ausentes y miedo a las torrentosas corrientes que encontraba a donde iba, desde el ancho río Putumayo al sur del país, siguiendo el potente Magdalena entre el Huila y Tolima, el agua estaba por todas partes que recorriera, una noche soñé que las almas que por agua se van, por agua vuelven, así tal cual alguien decía en la voz de un anciano, que el agua tiene memoria y que lo que quita también lo trae de regreso, como almas, tesoros o la misma vida, me costó perder ése miedo al agua en los llanos.

Un paisano que me topé por casualidad me dijo que se iba a trabajar para un patrón en los llanos, así fue que terminamos en el campamento de una de aquellas repúblicas independientes, con los liberales perseguidos que encontraron refugio en aquella inmensidad de territorio, gente proscrita de todo el país, indígenas guahibos que huyeron de ser cazados, exmilitares y algunos hacendados liberales sentenciados formaban esa tropa que causaba problemas al gobierno conservador. Para el año de 1953 Rojas Pinilla toma el poder y se nos anunciaba que pacificaría al país luego de tanta violencia, los líderes de las cuadrillas aceptaron una tregua, por mi parte nunca tuve que tomar una carabina, me dediqué a trabajar cuidando los caballos, a veces de ranchero cocinando en las grandes ollas o asando la carne que condimentaba como nadie es esas tierras, confiábamos en el general liberal que asumió el mando a la fuerza y así por la fuerza nos “pacificaría”. Aquel campamento quedaba al lado de un gran río, una noche cualquiera nos vimos rodeados por la tropa, sonaron varios disparos pero ya era tarde, tarde para huir, tropecé tratando de correr a cualquier parte y al levantar la mirada ya estaba siendo encañonado por un soldado, era mi hermano, sin mediar palabra me dio un culetazo en la cara y me hizo levantar, me llevó a la orilla del río, tras el follaje, fuera de la vista de sus compañeros, nos abrazamos y me dijo: “Estás de buenas Cuchuco”, acto seguido me lancé a cruzar al río nadando como cuando era un muchacho y sonó un disparo al aire.

Nadie sabe las vueltas que dará la vida, el agua a la que temía fue la misma que me ayudó a salvarme, estaba en el puerto de la incertidumbre esperando a la nave con los tripulantes o a un resto de escombros de un naufragio.

Las grandes ciudades nunca fueron de mi agrado, vuelven bellos ríos en negras cloacas, secan y endurecen la tierra sin saber el árbol o los seres que ahí vivieron, me sentía como un tronco con sus ramas desnudas, un cúmulo de recuerdos tristes y amarillentos en el suelo, lejos de casa y mi familia estaba condenado a un lánguido final.

Retornar es un acto de valor, lo pensé mucho pero cuando lo hice pocas cosas habían cambiado, la misma gente en las mismas esquinas, tantas historias en la cabeza y acá saludando a los viejos conocidos como si nada hubiese pasado, renací en buena manera y al buscar a los viejos, los encuentro pero más ajados, más cansados, con el peso de años en la espalda.

El Mula Torres Torres, ya más viejo pasaba sus últimos años, solitario rodeado apenas de su servidumbre.

Al morir el hacendado, no hubo quién reclamara las tierras que nos quitó años atrás, sus empleados se repartieron las cabezas de ganado, las tierras y los bellos caballos que poseía, el viejo nunca se llevó nada pese a vivir para acumular tanto, al volver a nuestra casa, tratamos de recrear aquellos años, cocinando con mamá, sembrando la huerta, mi padre ya muy viejo, consiguió otra yegua, los viejos tuvieron sus últimos años de vida en su casa y con sus hijos, mi hermano Rómulo se casó, pero no lograban concretar un embarazo, su esposa perdió un par, no sé por qué recordé aquel sueño, lo que el agua se lleva el agua lo trae de regreso, les sugerí ir a la quebrada donde murió Aurelio, estaba muy clara el agua, un sereno cauce que invitaba en el soleado día, se sumergieron en sus aguas en un abrazo, pocas meses después darán la noticia del nuevo hijo que esperan.

Ahora las lluvias son fuertes, el valle fue inundado cubriendo la gran hacienda del finado Torres Torres y muchas más, las elaboradas cornisas de su entrada se hunden como barco sin capitán, se llevan la población de Guatavita a una loma mientras la antigua se pierde como la Atlántida, nos reconciliamos entre hermanos y con la naturaleza, el bosque va recuperando su espacio, el nacedero es caudaloso y cristalino y nutre las tierras montaña abajo, hoy ya no recuerdo si vivo o si dejé de hacerlo, si estoy en cuerpo presente o sólo las cenizas que sobre ésta tierra regaron, si soy Remo, Cuchuco o un suspiro en la historia esperando volver a ser venado, oso o un colibrí viviendo entre nubes.


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