(Foto por David Schroeder en Flickr.com del monumento de Cristóbal Colón en Barcelona, España.)

Por Gustavo Agudelo. 

La luz del candil dibujó una silueta sobre la madera calafateada. Fue sólo un momento, pero pudo distinguir cómo la figura, dando tumbos, luchaba por mantenerse en pie mientras recorría el camarote. No la escuchó al entrar; tampoco había de qué preocuparse. La experiencia le decía que intentar asesinar al capitán de una nave en el interior de un camarote, no sólo era indigno sino estúpido. Una bellaquería. Demasiadas complicaciones como para salir caminando y fingir que no ha pasado nada. La muerte, entre más simple, mejor. No era cuestión de entrar como un forajido y abrir fuego con una espingarda al grito de ¡Colón, la puta que te parió! Para luego retornar a las labores marinas y agradecer a Dios por las bondades de un nuevo día. Un cuchillo no era mejor opción. Quizá el estrangulamiento fuera más sutil, aunque requería del momento y de las fuerzas precisas y nadie se atrevía a malgastarlas en hombres cuando el canibalismo era pecado y las ratas una mejor opción. Abrió los ojos. Diego de Arana, un cordobés de veinticuatro años, hombre de confianza del Almirante Colón y que fungía como alguacil de la flota, lucía contrariado. 

-Los hombres se han acaparrado-, dijo, señalando a un punto no determinado de la embarcación. -Vuesa merced tiene que venir ahora mismo-.                                                                                                               

-Merda- respondió el Almirante, todavía con telarañas en los ojos. 

Los biógrafos no dicen mucho, pero lo cierto es que Colón era mentiroso y los hombres a su cargo ya estaban cansados de eso. Llevaba días dándole largas y respondiendo con evasivas cuando lo interrogaban por la duración de la travesía. Para Colón, unos días más o unos días menos carecían de importancia; no así para los hombres que conformaban la tripulación. Para ellos, la diferencia entre unos días más y unos días menos, era la muerte. Corría el año 1492 de Nuestro Señor. La fecha nos dice que estamos a finales del siglo XV, en el anochecer de la Edad Media y con el Renacimiento a la vuelta de la esquina. Lo cierto es que cuando Europa estaba a punto de ver nacer los portentos del humanismo renacentista, aquellos hombres, junto con los miles que los seguirían en los siguientes viajes de Colón y los que años después arribarían con la conquista, estaban formados en el mito de la «Edad de oro» que tipos como Hesíodo, Platón y Ovidio habían descrito con lujo de detalles. Un lugar de ensueño donde la humanidad vivía en paz consigo misma y la muerte no era un asunto a tener en cuenta. Para los hombres a bordo de las carabelas no era tanto un mito griego surgido de la pluma de un poeta del siglo VIII a. C. sino un lugar que esperaba por ser descubierto, «como si tal ensueño, dice José Ramón Medina, no estuviese en el tiempo sino en el espacio». Colón lo sabía. Basta con echar un vistazo a sus diarios y su correspondencia para hacernos a una idea del hombre que, con una frialdad pasmosa, hacía frente a una multitud de ojos amarillos que amenazaban con tirarlo por la borda si no enseñaba las cartas de navegación y revelaba el tiempo que faltaba para que aquella travesía infernal llegara a su fin. El Almirante sonreía. Él mismo había escogido a aquellos hombres no tanto por sus virtudes cristianas como por sus méritos personales: a su lado, todavía nervioso por la situación y con el arcabuz cargado y listo para hacer fuego en caso de extrema urgencia, Diego de Arana, su cuñado y el hombre al que podía confiar su vida si la ocasión así lo ordenara; unos pasos más a su derecha, Juan de la Cosa, cartógrafo, propietario de la embarcación y el indicado para esconderlo en algún sitio recóndito de la nave que sólo él conocía si se llegase a armar la de Dios es Cristo; a su izquierda, el maestre Juan, cirujano y el único en todo el barco capaz de salvarle la vida si la experiencia y el oficio de los dos primeros llegase a fallar. A Pedro Alonso Niño no viene al caso ubicarlo, que ya bastante tiene con ser el piloto como para asumir algún protagonismo adicional en esta historia. Hasta ahí llegaba su línea de defensa principal. Al frente, como quien dice soy culpable de rebelión y amotinamiento porque su historial delictivo es suficiente para acusarlo así sea el último en dejarse ver, Pedro Izquierdo, asesino y uno de los muchos convictos que cambiaron la prisión por la aventura ultramarina que zarpó de Palos de la Frontera hacía más de un mes. Los hombres que acompañaban a Colón no eran tanto una tripulación como la representación de uno de los muchos bestiarios que adornaban las bibliotecas de las abadías de toda Europa desde el siglo XII. No era una cuestión menor. Hay que tener en cuenta que los bestiarios, más que libros fantásticos y representantes de la «mirabilia» medieval, constituían una guía, una descripción del mundo, un catálogo de historia natural que servía para comprender y darle sentido al mundo que nos rodea. El «Liber monstorum», un manuscrito anglosajón del siglo VIII d. C. vinculado a la obra de Aldhelmo de Sherborne, quizá sea su mejor ejemplo. Las experiencias y las andanzas de todos los hombres que recabaron en el Nuevo Mundo no estaban vinculadas al Renacimiento sino a las formas medievales ancladas al «mirabilis» (lo maravilloso), al «magicus» (lo sobrenatural de corte diabólico) y al «miraculosus» (lo sobrenatural de corte cristiano). El último acto de genialidad de la Edad Media fue arrebatarle al Renacimiento su descubrimiento más preciado, la joya de la corona. América no fue descubierta por el espíritu científico del XVI sino por la superstición y el esoterismo de los siglos XII y XIII. Tipos como Colón, al que dejamos rodeado de una horda de facinerosos febriles y hambrientos, puede dar cuenta de ello.