Fragmento de Siberia. La nueva novela de Juan Nicolás Donoso. - Colina Revista

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Fragmento de Siberia. La nueva novela de Juan Nicolás Donoso.





Donoso también es autor de la novela Coprófago paradise editada por Caín Press www.cainpress.com y seleccionada por el 44 Salón Nacional de Artistas de Pereira de 2016.

Extrañaba remover la tierra de las plantas en busca de gusanos y, mucho más, el rocío de la mañana humedeciendo mis tobillos durante los paseos por los frailejones príncipe y sus guardianes. Ahora mi mamá sí nos regañaba si escupíamos la comida de vuelta al plato o le arrojábamos sobras por debajo de la mesa a Pepe Grillo. Dejó de usar el lavaplatos para bañarse e incluso le ayudaba a Encarnación en las tareas de la casa. Hasta empezó a desempacar sus libros de las cajas que seguían arrumadas en las esquinas de la sala.

Después de desayunar nos ordenaba que lleváramos los platos a la cocina, los lavaban entre las dos y en seguida comenzaban a preparar el almuerzo. Anastasia y yo nos sentábamos detrás de ellas a mirarlas trabajar. Luego de un rato mi mamá dejaba que Encarnación terminara con el almuerzo y se dedicaba a desempacar sus libros para ordenarlos en la biblioteca. Nosotros corríamos detrás de ella y esperábamos sentados en el sofá. Se tomaba su tiempo para sacudirles el polvo, a veces ojeaba un par de páginas de alguno para luego acomodarlo con cariño. Nunca desocupaba más de dos cajas. Después pasaba al baño y allí la esperábamos en la puerta hasta que escuchábamos que la ducha se cerraba. Entonces preguntábamos si ya podíamos entrar. Nos quedábamos uno junto al otro, admirando cómo se pintaba los ojos y el secador alborotaba su pelo. A veces nos echaba un poco de aire en la cara, nosotros nos quedábamos de pie, despeinados y riendo. Cuando terminaba de arreglarse la seguíamos hasta la puerta de la casa; nos daba un beso y se subía al carro. Anastasia se iba para su cuarto ahí mismo, yo me quedaba en la puerta diciéndole adiós con la mano, incluso cuando el auto solo era una manchita más en la bastedad de la estepa.

Mi mamá no volvía sino hasta la noche. Ya sin las caminatas ni el juego de las escondidas, no pasaron más de dos días antes de que Anastasia y yo encontráramos otra forma de matar el tiempo. Le dije que jugáramos a despeinarnos con el secador. Yo me pedí ser el que arrojaría el aire, ella debía arrodillarse mientras yo barría su cara con el viento. Al comienzo, Anastasia debía cerrar los ojos, descubrimos que si agachaba la cabeza ligeramente hacia delante, el calor del secador no hería sus ojos y podía mantenerlos abiertos. Yo también desarrollé una técnica para hacer que su pelo se sacudiera en la dirección que más me gustara. Hipnotizado por el movimiento de su cabellera, le dije que ahora el juego exigía que la maquillara. También la convencí de que me dejara adornar sus muñecas con pulseras y el cuello con collares. Debíamos hacerlo en silencio y sin reírnos. Si Encarnación descubría el desorden que dejábamos, nos mandarían a cada uno para su cuarto y en la noche le contaría a mi mamá. Cuando terminé de maquillarla se miró largamente al espejo. Luego inclinó la cabeza como había aprendido a hacerlo, le puse el secador de frente y el pelo de Anastasia se sacudió con la violencia con que la que el viento agita la maleza de Siberia, anunciando una tormenta.

Un día, mi hermana dijo que ella quería ser la que arrojara el viento, pero le expliqué que los hombres no se maquillaban ni se secaban el pelo. Cuando hizo pucheros y estaba por llorar, me angustié con la sola idea de que su llanto llevara a Encarnación al baño y nos encontrara así. Me senté en el inodoro, dejé que me pintara los labios y me untara sombras en los párpados. Después tomó el secador y arrojó el aire contra mi rostro. Cerré los ojos y me concentré en las cosquillas que me producían los mechones cuando el viento los arrastraba sobre mi frente. Entonces yo también fui Siberia resistiendo un vendaval.

Sabía que lo que hacíamos estaba mal, por eso siempre me apuraba en dejar las cosas de mi mamá en su sitio y nos desmaquillaba a Anastasia y a mí con angustia. Mi mamá y Encarnación jamás se dieron cuenta. Tranquilo y sin la culpa que me habría aplastado si me hubieran descubierto, pasaba la mañana mirando a mi mamá hacer el oficio junto a Encarnación. Un día, ellas lavaban la vajilla del desayuno mientras Anastasia y yo jugábamos a la golosa usando las baldosas del piso. Los dos seguíamos en pijama, algo que, hasta esas vacaciones en que llegamos a Siberia, solo sucedía los sábados. Antes de Siberia ya había empezado a atraerme y a aterrarme la idea de que los objetos pudieran transformarse entre semana, cuando mi mamá y yo no estábamos en casa. Imaginaba cómo les daría la luz, o si en algo cambiarían el aire y la nitidez de sus contornos. Se me ocurría que los objetos se ablandaban y hasta llegué a pensar que hacían sonidos para hablarse entre ellos.

De repente, el choque de dos platos hizo un ruido estridente. Dejé de jugar a la golosa y miré en dirección a mi mamá. El mueble del lavaplatos estaba empotrado bajo un ventanal y el sol de la mañana translucía la bata delgada que ella usaba para estar dentro de la casa. En la piel de su cintura y de sus muslos noté unas cicatrices que nunca había visto. Eran delgadas y de un color más claro que el resto de la piel. Mi mamá parecía una fruta a medio despellejar. También vi unos hoyuelos diminutos en sus glúteos que me recordaron las huellas que yo dejaba con los dedos cuando moldeaba la cera todavía blanda de mis estalactitas. Las señalé y le pregunté por qué tenía esas cicatrices. Con una rapidez cortante y sin voltear a mirarme, me respondió que se llamaban estrías.

Intuí que lo mejor era retirarme de la cocina. Caminé a la sala en silencio, me senté en el sofá con los brazos cruzados y, al igual que lo hacía cada vez que me sentía regañado, me quedé quieto mirándome los dedos de los pies. Luego de un rato me acosté en el sofá, cerré los ojos, metí la cara entre los cojines y me concentré en el sonido de los platos golpeándose entre sí. Después, la cocina se quedó en silencio. Nunca supe si se había quedado haciendo algún oficio de los que no hacen ruido, o si solo estaba cruzada de brazos, recostada contra el lavaplatos y mirándose también los dedos de los pies.

Cuando finalmente entró a la sala, pasó a mi lado sin mirarme ni decir nada. Se concentró en quitar los cojines de las sillas y sacudirlos con palmadas o azotarlos contra la madera de los muebles. Cuando le tocó el turno al sofá me paré sin protestar, esperé a su lado cerrando los ojos y encorvando los hombros ante el sonido seco de los golpes contra los cojines. Solo me volví a sentar cuando se dirigió a la biblioteca que teníamos en la sala. Desde el sofá vi cómo sacaba los libros de las cajas, les limpiaba el polvo con delicadeza y los acomodaba en la biblioteca.

Me acerqué a las cajas y saqué algunos libros. Los primeros que abrí solo tenían párrafos y párrafos de texto. Sin embargo, con paciencia, encontré otros con docenas de fotografías. Recuerdo una de un adolescente, con la mirada en dirección a la cámara y al mismo tiempo ida, babeando y sentado en un triciclo de un tamaño demasiado pequeño para su edad, y otra de una anciana sentada en un sofá, la boca completamente abierta, la lengua afuera y a su lado una muñeca. Recuerdo también una pintura. De pie, y bajo un cielo azul, un sacerdote y una mujer sosteniendo un libro abierto sobre la cabeza, miraban cómo un segundo hombre, usando un embudo de metal a manera de sombrero, rajaba con un bisturí el cuero cabelludo de un viejo, escurrido en una silla, despierto.

Noté que mi mamá había sacado un libro que no acomodó junto a los otros en la biblioteca. Lo sostuvo en sus manos como si se tratara de un niño diminuto que se fuera a deshojar y solo después de mirarlo fijamente un rato, como solo se contempla a un rostro humano, lo dejó de vuelta en una caja. Me paré para ayudarle a guardar los libros pero cuando metí la mano en esa misma caja la corrió de un puntapié. Me alzó en sus brazos y dijo que esos no eran libros para niños. Sacó el mismo que le había visto acariciar, lo metió en el bolsillo de su bata y pasó el resto de la mañana yendo de un lado a otro con la aspiradora o cargando bultos de ropa en dirección a la lavadora. Cuando terminó de ayudarle a Encarnación con el aseo, se fue directo al cuarto y no volvió a salir hasta después de haberse duchado.

Esa vez no me quedé en la puerta viéndola partir. Tan pronto se despidió de nosotros y subió al carro, me colé a su cuarto. Primero inspeccioné los cajones de su armario hasta vaciarlos. Saqué una columna de brasieres, otra de medias veladas y la dejé en el piso tratando de que no se derrumbaran. Abrí el guardarropas y acaricié mis mejillas con las distintas telas de los vestidos que colgaban. Algunos eran sedosos, otros me hacían cosquillas con su rugosidad. Me sumergí entre los vestidos y un viento cargado con su aroma salió expelido hasta que llenó la habitación. Era la misma fragancia que percibía al pararme a unos metros de ella, aunque tan concentrada que era como si estuviera junto a mí. Fue como sumergirme en el fantasma de mamá.

Los vestidos quedaron arremolinados y arrugados. En algunos incluso se podía ver mi ausencia gracias al negativo que dejaba mi cuerpo impreso cuando me dejaba caer. Intenté inútilmente de alisarlos con las manos hasta borrar cualquier huella de mí. Revisé todos los bolsillos con cautela, tratando de no dejar más indicios de que había estado allí. Salvo algunas motas y un par de monedas, no encontré el libro prohibido. A un lado del armario descubrí una columna de estantes que iba de techo a suelo. Se parecía a sus bibliotecas, solo que, en lugar de libros, esta biblioteca estaba atiborrada de tacones. Pasé un buen rato organizándolos por altura y luego por colores. Los cajones que habían quedado abiertos y vacíos, me sirvieron de escalera para llegar a un entrepaño superior en el que encontré unas revistas. Arrojé al piso algunas al azar y detrás me tiré yo. Acostado boca abajo decidí cuál mirar primero según los dibujos que más me habían gustado. En la carátula de una había una cara como agujereada a tiros, parecía pintada por un niño. La abrí y pasé un rato mirando dibujos de gente con la boca en el pecho o en la frente. Algunas de estas personas se estaban tomando un vaso de agua, otros se cepillaban los dientes.

Insatisfecho por no haber encontrado nada prohibido, busqué en los cajones de su mesa de noche. Pensé que un desorden de objetos de todos los tamaños me saltaría a la cara — como pasaba cuando abría la mía —, pero no contenía nada, salvo el libro que no me había permitido ver. En la contracubierta había una dedicatoria en otro idioma. Al final alguien firmaba: Robert Castel. Busqué dentro del libro algo que no fuera para niños, solo tenía párrafos y párrafos de texto sin sentido. De entre sus hojas salió una fotografía. Era el extranjero que había llevado Paulina. Volví a meter la foto entre las páginas y dejé el libro tal y como estaba.

Esa noche no quise esperar a mi mamá levantado y me acosté temprano. Unos ruidos en mi cuarto me despertaron en la madrugada. Cuando abrí los ojos vi que mi mamá estaba sentada a mi lado. Tenía la bata puesta y ya se había desmaquillado. Estaba despeinada, tenía los ojos rojos y la cara hinchada. En las manos tenía un pote de helado del que sacaba grandes cucharadas. Su actitud era la de una niña. Parecía mi hermana. Por su aspecto y su espalda encorvada se veía como una anciana. Le pregunté por qué Dios hacía que la gente se volviera vieja y fea. Me preguntó si quería helado, asentí con la cabeza y llevó hasta mi boca una cucharada. “¿Estás brava conmigo porque revisé tus cosas?”, le pregunté. Alcancé a ver que negaba con la cabeza mientras salía del cuarto. Me quedé pensando qué tanto me parecería a mi papá cuando fuera viejo y feo.


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