Por Juan Pablo Plata @jppescribe

Van ya seis décadas desde que los agoreros comenzaron a avisar de la desaparición del papel moneda. El dinero ya casi no tiene un respaldo en oro y plata en el mundo. Son escasos los países (China, por ejemplo) donde aún hay un respaldo de los billetes y su valor en metales preciosos. Con todo, las monedas virtuales no son una panacea y hay que andarse con cuidado en internet y en el internet profundo (Deep web). Por muy crípticas que sean las monedas virtuales, sí son rastreables. 

Una de las virtudes del dinero impreso, el efectivo, es que no se puede rastrear su uso; los bienes o servicios que un individuo compra sin intermediarios bancarios, privados o públicos con plata de verdad son transacciones anónimas que a nadie incumben, encriptadas por no valerse de intermediarios. En el mundo occidental el dinero ha ido cobrando una calidad fantasmagórica y hasta clandestina gracias a los sistemas de información. Esto, como era de esperarse, ha aumentado el morbo sobre su existencia y sus repentinas apariciones, pues ya no se observa tanto dinero físico en las calles porque él circula por redes de computadores, bolsas de valores, pantallas y cables donde se gasta, pierde y gana la renombrada escoria del diablo, el vil metal que llaman otros. Ahora, si se prescindiera del dinero físico por uno soportado solo en sistemas informáticos y dispositivos de pagos electrónicos como tarjetas de crédito, chips, láser, aplicaciones, lo que sea que reemplace el soporte físico del dinero, el riesgo de un fallo o de perder nuestras posesiones monetarias por un apagón o un hackeo sería mayor. Hay algo muy desconfiado en nuestra humanidad sobre nuestros semejantes, un vestigio instintivo que nos mueve a no querer dejar atrás la plata física y me parece muy bien. El dinero ha de permanecer en su estado físico mientras no lleguemos a otro arreglo de intercambio o sobre un sistema económico y político diferente. Un bit no da la misma tranquilidad que una moneda en el bolsillo.   

El conocimiento ha circulado por un soporte de inmejorable confiabilidad: el libro o lo impreso en general. Desde el siglo XX y la aparición de los ordenadores y luego con el internet otro tipo de voces agoreras proclamaron el final del libro porque el libro electrónico y los dispositivos electrónicos lo iban a matar. Resulta ahora que en la segunda década del siglo XXI los reportes de ventas de libros impresos han repuntado en el mundo y han superado a las ventas de los libros digitalizados. Hasta el gigante y omnipresente emporio Amazon ha comenzado a abrir librerías. 

De cualquier manera, la misma desconfianza sobre la desaparición del dinero físico debería expandirse a la posible desaparición de partes del conocimiento humano si solo nos valemos de lo digital porque internet es vulnerable, además de que se presta para jerarquizar, monopolizar, adulterar y hasta restringir el acervo del saber humano. Fiarse demasiado de los nuevos medios por donde circulan los objetos culturales nos puede llevar a una situación lamentable futura en que no tengamos permiso de consultar, disfrutar y estudiar contenidos y esto sería tanto o más grave que la quema de la Biblioteca de Alejandría varias veces. Un término medio en la archivística digital del saber humano con un continuo respaldo en lo impreso, en lo análogo de lo que se aloja en lo digital, permitiría una sana ecología de medios (Harold Innis, Marshall McLuhan, Neil Postman y Walter Ong) donde la gran universia y enciclopedia que hemos generado como especie no pueda ser restringida ni monopolizada por recursos tecnológicos, gobiernos o grupos sociales con algunos intereses. 

El dinero y el libro están para quedarse. 

El dinero es tiempo vendido y comprado. 

El libro es memoria, conocimiento y diversión. 

El dinero es como una página de un libro que lleva la memoria de nuestro esfuerzo o de nuestras argucias para sobrevivir.