Los susurradores. Por Luis Miguel Rivas. - Colina Revista

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Los susurradores. Por Luis Miguel Rivas.

 


Los susurradores

Por Luis Miguel Rivas.

Nació en Cartago y crecío en Envigado, en 1969. Escritor, libretista y realizador audiovisual. Con el fondo editorial EAFIT publicó los libros de relatos Los amigos míos se viven muriendo (2007) y Tareas no hechas (2014), que fue finalista del Premio Biblioteca de Narrativa Colombiana. Ha colaborado con las revistas SoHo, El Malpensante y los diarios El Espectador, El Colombiano y Universo Centro. En 2011 fue seleccionado por la Feria Internacional del Libro de Guadalajara como uno de Los 25 secretos mejor guardados de América Latina.

https://www.planetadelibros.com.co/autor/luis-miguel-rivas/000044172

 

Son las ocho de la mañana pero el cielo apenas empieza a clarear en este día de comienzos de invierno. Un despertar denso luego de sueños hechos de aristas. Para no quedarme rumiando densidades salgo de casa con un libro en la mano hacia el parque Lezama. Arrebujado en una de las bancas de madera abro el libro mientras la luz se explaya, solapada, sobre las cosas y se intensifica con levedad imperceptible para sorprender a la gente que de sopetón descubre y dice: Es de día. 

Pensamientos taimados como la llegada de la luz boicotean la lectura. Caigo en cuenta de que llevo varios minutos con los ojos en la página y la atención dispersa en pequeñas venganzas y pormenorizados memoriales de agravios. Tenso las riendas de la concentración y vuelvo al libro. Es la novela de un contemporáneo; veo exceso de ingenio en su brillantez y me regocijo calificando como un defecto el talento ajeno no dosificado. Vuelvo a darme cuenta de que no estoy leyendo y levanto la cabeza para pensar en otras cosas. Al fondo, en la esquina que da a la calle Defensa, una amplia mancha blanca avanza diseminándose por el parque. Tardo en descubrir los delantales de los estudiantes del colegio de a la vuelta, que pujan por soltarse del hilo imaginario con el que la maestra, rubia, alta, delgada, los retiene. La mujer da una última instrucción y la mancha se disgrega en grupos pequeños. Uno de los grupos toma la dirección que da a mi banca. A medida que se acercan distingo a tres chicos de entre ocho y diez años. El más bajito, moreno de pelo crespo, lleva en la mano un largo cilindro de cartón pintado a dos colores, como un anuncio de peluquería; a su lado, un flacuchento alto con las rodillas juntas volea un fajo de hojas a cada paso descuajaringado; rezagado, los sigue un gordito de gafas gritando algo que los otros deciden ignorar. 

Dejo el libro sobre la banca y me entrego a mirar. El Sol se ha elevado y su luz cada vez más nítida e intensa estalla en los delantales borrando los contornos en un fácil efecto de ensueño. Los niños se detienen en la división de uno de los senderos que cruzan el parque y miran a todos lados, buscando no sé qué. Un hombre alto, maletín en mano, húmedo pelo recién peinado, avanza con pasos largos, absorto en una mezcla de pensamientos y sonido de audífonos. Los chicos detectan la cercanía del hombre y cuchichean en conciliábulo nervioso. Se señalan entre sí y cada uno da un paso atrás o hace un gesto de negación cuando es señalado. El hombre avanza en su mundo, tal vez elaborando en su cabeza la solución a un asunto importante que aplicará apenas llegue a la oficina. Los chicos discuten hasta que el gordito de gafas toma aire y luego de dar una mirada de desprecio a sus compañeros saca pecho, se adelanta con pasos firmes y va hacia el hombre alto. Pero apenas lo alcanza parece no saber qué decir. El hombre disminuye el paso y lo mira, incómodo. El gordito atina a decir unas palabras de cortesía que no cruzan la barrera de los audífonos. El hombre libera sus oídos y el gordito habla señalando el tubo de cartón que carga su compañero. El hombre, apurado, muestra su reloj y va a retomar las zancadas cuando el flaco de las rodillas juntas se atraviesa y volea frente a su cara la ringlera de hojas mientras, con los dedos de la otra mano, hace el gesto de algo pequeño. El hombre mira a los lados, acorralado, y asiente sin convicción. Entonces el morenito de pelo crespo le acerca el extremo del tubo de cartón a la oreja. El hombre tiene que inclinarse un poco. El gordito sostiene el tubo en la mitad y el de las rodillas juntas acerca la boca a la otra punta del tubo, selecciona uno de los papeles, lo levanta y empieza a leer. El hombre arquea las cejas, y al cabo de unos segundos sonríe un poco. El de las rodillas juntas termina de leer y el morenito crespo retira el tubo de la oreja del hombre que se yergue recuperando su altura. Los chicos le agradecen con una venia, el hombre la devuelve y sigue su camino con una leve sonrisa. Los niños lo ven irse y chocan sus manos. 

Envalentonados por el triunfo miran en otra dirección. Una mujer menuda con el pelo agarrado en una moña cruzada por un palo a la manera porteña viene por uno de los senderos que dan a la calle Brasil, empujando un coche de bebé. Los chicos la abordan sin vacilación. El morenito crespo es quien se dirige a ella. La mujer le dedica una mirada de dulce comprensión, como si fuera la representación futura del niño que lleva en el coche. El morenito termina de hablar señalando el tubo y la mujer asiente entusiasmada. 

En esta ocasión es el gordito de gafas quien lee y el de las rodillas juntas quien sostiene el tubo por la mitad. La mujer escucha concentrada. El bebé en el cochecito mira extrañado. El gordito termina la lectura y la mujer lanza un suspiro profundo. Abraza a cada uno de los chicos y se va empujando el coche. Le habla al bebé, tal vez contándole la aventura que acaban de vivir. El bebé no se da por enterado, absorto en la carrera entre un perro labrador y un caniche despelucado que cruzan frente a la estatua de Pedro de Mendoza. 

A una señal del moreno bajito los tres chicos se dirigen hacia una fila de personas que viene avanzando con lentitud desde la parte sur del parque. Son cinco figuras tomadas de gancho, con delgados bastones plegables en las manos y las miradas perdidas o cubiertas bajo lentes oscuros, que ocupan todo el sendero pavimentado con su andar parsimonioso. En el centro, un hombre erguido marca el paso y observa el avance de sus acompañantes. Los chicos se acercan y hablan con el hombre del centro. El grupo se detiene sin romper la fila. El hombre del centro transmite a sus acompañantes la inquietud del muchacho, y ellos asienten. El morenito crespo acomoda el tubo en la oreja de una mujer espigada, gabán, gorra de pescador y pelo blancos, que ocupa el extremo derecho de la fila. El gordito empieza a leer. La piel lozana de la mujer se eriza y los surcos de la frente se distensionan a medida que la voz del niño surge de la boca del tubo. Los labios se arquean en un gesto que le viene de muy lejos, de imágenes no vistas, apenas intuidas y por tanto más vívidas. Luego el líder del grupo da una indicación a los chicos y estos ponen el extremo del tubo entre dos de los ciegos del otro lado, que juntan sus respectivas orejas izquierda y derecha. El niño selecciona otra de las hojas y lee. Los dos hombres apoyan sus cabezas, una en otra, y así permanecen hasta el fin de la lectura. Los niños terminan su tarea y se despiden; los ciegos aplauden, casi ovacionan y siguen su camino halados suavemente por el líder.

 

Los chicos van hacia otro cruce de senderos y atisban buscando el siguiente objetivo. Entonces me ven. Se acercan y saludan con una formalidad tiesa y presurosa para pasar directamente a su asunto. 

– ¿Buenos días, nos permite que le susurremos un poema? 

– Por favor – respondo y me dispongo. 

Se acomodan cada uno en su función y es ahora el de las rodillas juntas quien lee:

 

No digas nada, no preguntes nada 

Cuando quieras hablar, quédate mudo 

Que un silencio sin fin sea tu escudo 

Y al mismo tiempo tu tremenda espada. 


Escucho sorprendido. Es un poema que nos pusieron a memorizar hace casi cuarenta años en el colegio La Salle de Envigado, cuando yo tenía la edad de los chicos. Estaba en el libro de Español y Literatura de Lucila González de Chaves. Desde esa época no lo había vuelto a encontrar. El de las rodillas juntas sigue leyendo concentrado, estoy seguro que sin entender bien lo que lee, como lo hice yo en aquella época:

 

No llames si la puerta está cerrada 

No llores si el dolor es más agudo 

No cantes si el camino es menos rudo 

No interrogues sino con la mirada 


El chico carraspea un poco antes de seguir y desde la infancia me llega el recuerdo del nombre del poeta: Francisco Luis Bernárdez. 


Y en la calma profunda y transparente 

Que poco a poco y silenciosamente 

Inundará tu pecho de este modo 

Sentirás el latido enamorado 

Con que tu corazón recuperado 

Te irá diciendo todo, todo, todo. 


El chico termina y no alcanzo a darles las gracias porque la voz de la profesora los hace volverse. Se despiden apresurados y corren hacia el sitio donde empezaron su recorrido, la esquina del parque que da a la calle Defensa. Todos los grupos, tubo en mano, se arremolinan frente a la maestra, delgada, fina, refulgiendo en pleno sol entre destellos de delantales blancos. Se turnan para acercarse a la maestra y darle su informe. Luego la mancha blanca se pierde por Defensa en dirección al colegio. Ríen, charlan, se comentan cosas, tal vez las reacciones de la gente, las palabras que les dijeron, las situaciones que vivieron. Van contentos, satisfechos de haber cumplido la misión, sin saber que hicieron mucho más, infinitamente mucho más, que una tarea. 

(Francisco Luis Bernárdez. Autor del poema Silencio que recitan los muchachos en el texto de  Rivas)

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