SONSONETES (KUENTOS KOLOMBIANOS) - Colina Revista

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SONSONETES (KUENTOS KOLOMBIANOS)



LA GARAVATA DE GARAVITO

 

En las noches, la apestosa Garavata, visitaba sonriente, al pequeño Garavito. Sucedió en Génova, Quindío, corazón de Colombia, años sesenta del pasado siglo, campos cafeteros, en la familia de un niño llamado Luis Alfredo. Amarrado a un palo de guayabo por defender a su madre de su alcohólico padre, llevaba ya dos días enteros aferrado al tronco, cuando la Garavata bajo su asqueroso aliento le llegó a tocarlo con su hoz brillante. Su huesuda mano acarició mejillas, muslos, pantorrillas, mientras él, inerme a sus doce años, apenas respiraba tiritando de pavor. La llena luna fue testigo de aquel incesto en la huerta de una humilde casa donde sus seis hermanitos dormitaban mientras Luis Alfredo resistía valeroso a la calavera erotizada por su olor a niño herido. El apestoso aliento de azufrados dientes le rozaban su piel llenando de caricias mustias su contaminado espíritu de rencor profundo, dolor eterno, venganza apocalíptica, una guerra infernal contra el planeta entero. Fue en la tercera noche cuando todo cambió para siempre. Con pocas fuerzas y sin probar bocado por defender a su mamá, Luis Alfredo sangraba atraves del nylon que le ataban sus manos, aquí te espero, pensó el pequeño dispuesto a escapar de cualquier forma de aquel palo de guayabo, sin embargo, esta vez, la garavata no llegó sola, trajo a sus dos amigos embriagados quienes disfrutaron del roce filudo de la hoz mortuoria sobre la geografía tierna de su niñez cautiva. Entonces, como atómico estallido, después de tres noches sin sentido, por fin Luis Alfredo rompió su mudo mundo y en un grito gigantesco, fantasmal, ya sin alientos, pidió auxilio en eco de socorro vibrante dolorido que retumbó por los pasillos despertando en el espacio tiempo a los guardianes que lo cuidaban cincuenta años después, en el siguiente siglo, condenado a dieciocho sentencias por la muerte de doscientos niños. ¡Auxilio! Gritaba durmiente, desde su celda el demencial cautivo. Pero los guardias cerraban sus oídos, otra vez “la bestia”, se decían mientras por el monitor le observaban saltar como un poseído bajo las blancas sabanas. Así fue como el pequeño de Génova, Quindío, despertó para siempre de su pesadilla. Las cámaras le vigilaban. La prisión de Tramacuá, en el caribe colombiano, comenzaba a despertar. Lo primero que observó al retorno del averno fue el número mil ochocientos cincuenta y tres rayado en la pared con la punta de su uña. De repente recordó los años de su sentencia. Atrás habían quedado las tardes calurosas jugando con sus hermanitos correteando entre cafetales, y los hijueputas malparido estúpido pendejo animal marica cacorro niño bruto que su padre le gritaba cuando llegaba alcoholizado a pedirle comida a su indefensa madre. Ya eran pasado los palazos, los fuetazos con la fusta del machete que sus débiles piernas dibujaron de dolor en su maltrecho cuerpo. Ahora era la cárcel, una celda en Tramacuá, cuatro cámaras con visión nocturna, un pasillo penitenciario con tres enormes puertas aceradas, era un lugar por fin seguro donde la maloliente garavata con su sonrisa dentadura azufrada nocturnal no pudiera entrar a sus amigotes espectrales para disfrutarlo todas las noches, como una golosina, con su filuda hoz brillante.

                   Por MANOLO GÓMEZ MOZQUERA

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